Relato demasiado bolchevique para un concurso de la universidad
Rubén Darío Vallés
Montes
Conversación con Giner de los
Ríos DL: 465-2013
El amor en una tarde de invierno
cubierta de nubes de plata surcada por
tejados puntiagudos que apuntan con sus antenas a lo alto, al cielo, a la
vertical suprema que clama al cielo, que suspira al absoluto por ti. El amor
sabe a tu cuerpo, a los momentos sin horizonte que paso contigo, a tu recuerdo
de mermelada amarga, como la tierra, que absorbe este fruto maduro que cae
regando mi alma y la tuya, en esta tarde lluviosa de invierno, mientras escucho
una música del diablo, de ángeles caídos
del cielo al unísono, que interpretan la pieza preferida del viejo frecuentador
de caballos y yeguas corriendo en la gran pista de juego que es la vida. Me
propusiste un trato. No estaba mal, no era mala idea, no sé si fuiste tu o yo
quien lo supo primero, pero eras un tipo grande como yo, un tipo pasado de
tuerca varias veces que ataba sus piezas con cuerdas improvisadas hasta llegar
al fin del camino, donde espera otro, más estrecho, y otro aún más estrecho,
que siempre estaba ahí, futuro tuyo, futuro mío, comprometido, la gran partida
que esperaba cargada de piñones para hacer jugosos pasteles, para tus sobrinos
y los míos, que tantos nos querían, que tanto nos esperaban. Espigas verdes,
pinchos verdes cargados de orugas, metamorfosis de mariposas que absorben ese
rayo de luz, de energía con la que se despide nuestro astro, y nos dice buenas noches. En eso consistía
todo. Tu y yo lo sabíamos, más allá, mucho más allá de ese mar gigante
impasible, manso en la apariencia, inmóvil, apenas perceptible, aquel que daba
la impresión de ser una gran pista de patinaje de plomo. Es hora de trabajar,
siempre es hora de trabajar.
Quisiera hacer una carta de amor. De
un Amor más ancho que mi abrazo, el amor más allá de las palabras. No sé si tu
te has dado cuenta, no quitarse la mascara ya no está de moda. ¿Entonces que
hacemos?, preguntas. Y percibo en tus ojos de chino la respuesta, una respuesta
callada y burlona que confía en no sé qué que no tiene nada que ver con lo
político. ¿Entonces para qué hablar? Ya sé que la semana que vienes irás a
aquél lugar que se asemeja a éste, en este mismo día de lluvia, hacer la maleta
y partir, al acantilado del silencio que no buscas, al silencio tremendo,
expreso como este café hundido en el barco de la incertidumbre, de la espera
interminable, del proceso, del juego, de la metamorfosis.
Hasta aquí llega el humo del
combustible que mejor prende, el que te aleja de la cátedra y te enfrenta al
espejo que te habla de ti mismo. Yo no pinto nada. Yo no compito. Aquí no
estamos para competir, aquí estamos para hacernos hombres, hombres de verdad,
hombres que aprendan aquello más difícil de aprender, vivir. Yo no vine aquí
con los codos abiertos, ni pensando en una gran casa, ni en un coche, yo vine
aquí a aprender a vivir. Y nos encontramos. Aquello era vivir, o no. Algunas
tardes nada tenía que aprender, las conclusiones eran claras y solo buscaba la soledad
de una casa abierta, sin mirillas, donde la gente entraba y salía, y hablaba y
discutía, y otras veces alguien gritaba, o sonreía sin parar sin saber por qué.
No merecía la pena hablar de cátedras, ya lo sabíamos. Repetir por repetir no
merecía la pena. Por eso Alfred salió al balcón y gritando tu nombre de flor
irrumpió a llorar desconsolado y antes de tirarse por el balcón quemó tu libro
en un acto de rabia e impotencia. Tu me propusiste un trato. Y yo acepté.
Teníamos la historia perfecta. Aquel chico de pueblo, había conseguido su
sueño, estaba en la ciudad, estaba estudiando la carrera que llevaba estudiando
toda su vida entre siembra del calabacín, y recogida de la aceituna. Estaba
sentado en la cafetería de aquella facultad, desdoblada, donde la madre miraba
desde abajo a ver lo que cocían los destetados del monte. Teníamos el nombre de
aquel muchacho, lo bautizamos Fidel. Ese era el comienzo. La tarde cae. Y
próximas estaban las fiestas de guardar. Fidel sorbía su café mientras leía
unos pasajes complejos de un autor coronado. Pero su pensamiento divagaba en
ondas ascendentes que lo llevaban a orbitas dónde la pelea diaria era mundana,
como el hecho de comer, pagar facturas, y otros asuntos propios y
convencionales que resumían la vida a un protocolo de canjes diarios de dinero
y otras trasferencias bancarias. Cómo podía él concentrarse en ese texto
complejo que proponía la meditación del ser o no ser cuando estaba en la
penúltima jugada antes de ser absorbido
por el torrente sin escrúpulos, que quemaba el alma y dolía más allá de lo
soportable. Dímelo a mí. Pero un trato
es un trato, y entre caballeros la palabra dada va más allá de una mera firma
en un papel sin más valor que un título que te acredita poseedor de algo que se
supone tienes. Yo igual que tú somos hombres de palabra. Nuestro bigote lo
demuestra. El pasado no existe, dijiste, el futuro es hoy. Todo está aquí en
este mismo instante, todo está por hacer y todo está ya hecho. Itaca no queda
tan lejos. Aquí está el viejo. Ya lo hemos invocado, y aquí ha aparecido. Un
chico hace un examen, se está quedando calvo, su mano derecha escribe sobre un
folio marcado, apoya su cabeza sobre su mano izquierda, toda la frente depende
de ese codo que aguanta la materia, una muñequera, cinco dedos para solucionar
el problema. Su gesto es serio, un gesto pensante, una faz concentrada en un
texto implacable, que viene a decir: querido profesor me gustas cuando callas
porque estás como ausente... El reloj marca una hora incorrecta.
Cojamos el ovillo y tiremos del
hilo. Aquel viejo de cara flaca, tiene una mirada franca, y viste un traje de
finales del siglo XIX, se llama Francisco Giner de los Rios, está aquí
presente. Tú me lo presentaste esa tarde cuando viniste a casa con tus apuntes
y yo se lo presenté a Fidel. Son cosas que ocurren, hechos inesperados, cosas
de soviéticos antiguos con otros conceptos y modos de entender la vida. Yo,
quizás, lo estaba buscando, como el que busca a un hermano mayor al que la
madre nunca a nombrado, pero que un día una tía abuela en el lecho de muerte te
susurra unas palabras y te da la noticia antes de partir, existe, es tu hermano, tarde o temprano aparecerá.
Giner estás aquí, y vienes a hablar de
educación, de cultura, de humanidad, de salvación, de amor. A decir que la universidad debe ser un centro
de educación libre, donde el propósito fundamental debe ser hacer de los hombres seres humanos,
con alma humana. ¿Por qué ahora, en este momento? Vienes a recordarnos que la
universidad no debe ser un centro politizado, donde el poder del Estado y los
poderes fácticos dirijan la enseñanza en pro de unos intereses de dudosa
moralidad, que el propósito esencial es
hacer hombres, con capacidad crítica ante todo, no unos autómatas sin corazón,
no un ganado de ovejas mecánicas que sigan unos patrones donde la ética y la
moral brillan por su ausencia. ¿Quizás vienes a advertirnos? La labor de la universidad debe ser ayudar a
los hombres a progresar como seres libres, capaces de discernir , de razonar,
de valorar, de admirar lo bello. La universidad debe ser un centro autónomo
donde fomentar el estudio hacía nuevos planteamientos, nuevas formas de
analizar y valorar, donde encontrar nuevos patrones, para seguir avanzando en
la evolución humana, desde el concepto primordial de la humanidad y el respeto
al planeta. Una humanidad en crisis de valores, crisis económica, una humanidad
perdida en unos comportamientos cimentados sobre los siete pecados capitales.
Giner es un tipo sin tapujos, no se corta un pelo, y eso nos gusta. Claro
está, pagó por enfrentarse al poder
establecido. Cuatro meses de reclusión en el castillo de Santa Catalina de
Cádiz dieron a luz el boceto de un sueño convertido en realidad, La Institución
Libre de Enseñanza. El motivo del destierro y pérdida de su cátedra fue el
enfrentarse al Real Decreto de 26 de febrero de 1875 en el que el primer
gobierno de la Restauración decretó, se ordena a los catedráticos que
circunscriban sus enseñanzas a libros de texto expresamente autorizados, y a
los rectores que prohíban en sus establecimientos la exposición de doctrinas
adversas a la religión católica y el régimen monárquico. Es curioso
observar como la historia es cíclica, ya Giner argumentaba, ...aquellos
políticos que, guiados por las que llaman máximas prácticas de conducta, no
siendo sino reglas para explotar en su provecho las miserias de la corrupción
humana y lograr el poder, eterno objetivo de sus desventurados afanes, abominan
de los principios y se dejan ir en la corriente de una servil rutina a que fían
la suerte del Estado, culpan a la la razón científica de abstracta, nebulosa e
ininteligible, de inaplicable a la realidad de la vida, de infecunda, si no
perniciosa, para la gobernación de los pueblos..., y sigue
argumentando, …. dígalo todo el que contempla absorto, testigo y víctima al
par, el desdichado espectáculo con que la soberbia, la venganza, la torpe
ambición, la envidia, la codicia, la lucha de todas las pasiones innobles y
todos los poderes infernales envenenan las fuentes de la vida pública, envilecen
la privada y destemplan uno por uno todos los resortes morales de la
sociedad!..., y sigue argumentando, ...y da fiel testimonio en tan
amargos frutos de la mortal inopia de aquellas máximas, no sé si malignas o
superficiales, para salvar los momentos decisivos de esas crisis solemnes, que
piden bríos hartos mayores, y cuya gravedad no logran ya paliar las empíricas
recetas de los charlatanes, petulantes y risueños hasta que llega la hora del
peligro.
Fidel cogió
su libro y lo cerró. Estaba solo en aquella terraza de la cafetería. Miró al
horizonte y no pensó en nada, se quedó absorto contemplando el juego de las
luces al atardecer. Desde aquella terraza situada en el lo más alto del campus
universitario se veía toda la ciudad de Granada, a la izquierda el palacio
Nazarí sobre el monte Sabika, detrás, enmarcando el cuadro, Sierra Nevada en un
blanco inmaculado, pulro y sacramental, la montaña totémica del sur de Europa
se erguía orgullosa y contemplativa sobre
la ciudad de la Alhambra. Era una hermosa estampa, una suerte
encontrarse en aquel lugar desierto, silencioso, enérgico. Y él como si fuera
el único capaz de saborear esa belleza inaudita se sintió por un momento un ser
especial, un ser privilegiado, en comunión con todo ese mundo repleto de belleza
inmaterial. La tarde iba diluyéndose lentamente en el ocaso, bandadas de
pájaros sobrevolaban los cielos, danzando al sol de la vibración universal,
participando en el espectáculo soberbio de la despedida. Aquellos pájaros
rendían pleitesía al astro rey y
dibujaban en el aire figuras onduladas que iban dejando un rastro negro
de tintas conjuntadas y cambiantes,
cargadas de paz, de sosiego, de buena ventura, de gratitud por un día
más, por un día más de sol, de vida. Ante tal espectáculo no cabía pensar, sólo
sentir lo que la naturaleza ofrecía a boca llena a almas capaces de sentir tan
bello espectáculo. Desde aquel
lugar Fidel se sentía un ser ínfimo, minúsculo, pero un ser elevado, en armonía
con el universo. La ciudad quedaba lejana, aquella hermosa ciudad misteriosa,
cargada de historia, donde habían convivido culturas a lo largo de la
humanidad, ciudad bautizada por tres ríos, el Beiro, el Genil, y el Darro. A lo
la largo de la historia, pueblos de todas las culturas y religiones, se habían
sentido atraídos por esta tierra fértil, y habían dejado su huella en las
simientes de los caminos. Desde aquel mirador podía contemplar el barrio
antiguo del Albaicin con sus casas blancas y sus calles estrechas, que en su
blancura parecían rendir homenaje a la montaña sagrada. A lo lejos, la ciudad
moderna se extendía juntándose con pueblos cercanos a la capital. Una ciudad
que crecía y crecía a pasos agigantados,
con su fluir constante de prisas, de ruidos ensordecedores, coches,
bullicio, ajena al espectáculo de aquel
atardecer que Fidel estaba saboreando. Una ciudad moderna saturada de estrés,
donde una gran serpiente gris recorría la ciudad por sus grandes avenidas
asfixiando a sus presas. La serpiente gris se movía lentamente, su cuerpo de
escamas se deslizaba a sus anchas por la gran ciudad, y a su paso iba devorando
almas, que luego engullía y tragaba. Desde aquél paraje se podía contemplar
como esas almas iban pasando de la garganta de la gran serpiente hasta su
estómago, y una vez allí, se retorcían de dolor y espanto buscando la salida.
Pero la serpiente era insaciable siempre quería más y más, nunca estaba
satisfecha, y recorría las arterías de las calles buscando nuevas víctimas. Más
allá aún, a lo lejos, se podía vislumbrar la rica vega de Granada que aún
quedaba, y los pueblos del cinturón de la ciudad que iban creciendo y
aproximándose sin tregua a la gran urbe.
Caía la tarde, y aquel tipo mayor
seguía ahí. Sentado. Serio. Reflexionando sobre no se sabe qué. Mirando al
horizonte y al chico que no parecía extrañarse de su presencia. Fidel no era un
chico como los demás. Un chico como los demás no estaría en un lugar así,
solitario, ni estaría acompañado por un hombre del siglo XIX. Un chico como los
demás, un chico de este tiempo, estaría con sus amigos dando paseos por la
ciudad, riendo y hablando sobre las chicas, waseando por el móvil, discutiendo sobre algún programa de moda
televisiva, o divirtiéndose con o tal o
cuál vídeo de internet. O estaría en casa planeando quedar con los amigos para irse
de copas y ligar, o en conversación solitaria con la pantalla del ordenador.
Pero no en un lugar así.
Fidel provenía de clase humilde, sus
padres habían sido sirvientes de unos terratenientes ingleses que poseían
fincas y cortijos en la comarca de los montes orientales de Granada. Fidel
había trabajado desde pequeño ayudando a sus padres en las labores de la finca,
y había intercalado esta actividad con sus estudios, cosa nada fácil para un
chico pobre de pueblo. Pero con mucho esfuerzo e inteligencia el muchacho había
conseguido seguir con sus estudios, animado siempre por algunos buenos profesores que había
tenido la fortuna de tener a lo largo de sus años escolares. Fidel valía la
pena, era un chico cabal, con los pies en el suelo, y la inteligencia y el
gusto necesario para interesarse por asuntos que a sus padres y a su entorno se
les escapaban. Los amigos de Fidel, los amigos de su pueblo, eran trabajadores
del campo, de la obra cuando la había, juerguistas cuando la fiesta llamaba, y
con los gustos y las pretensiones de su tiempo; tener una bonita mujer,
comprarse un buen coche, una buena casa, un buen televisor. Fidel comprendía a
sus amigos, pero él inevitablemente, dado su carácter y sus circunstancias,
tenía otros intereses menos materiales, intereses que iban más allá, y que
buscaban alimentar el intelecto y el alma. Así que cuando sus amigos de toda la
vida abandonaron la escuela llamados por la fiebre del ladrillo, Fidel siguió
colaborando con sus padres en las tareas de la finca y estudiando unas veces
por su cuenta, otras asistiendo a la escuela a distancia. Cada verano trabajaba
en las tareas del campo y ahorraba el dinero, la parte que no les daba a sus
padres, para poder seguir pagando sus gastos de estudios. Así siguió hasta que a su
madre le diagnosticaron un cáncer irreversible. Aquel tiempo lo pasó muy mal,
abandonó los estudios y arrimó el hombro, como buen hijo, en lo que pudo hasta que llegó la hora de la
muerte de su madre. Antes de partir le dijo: Fidel tienes que luchar por lo que
te gusta en la vida, tu vales para los estudios, lucha hijo, no los dejas,
algún día te convertirás en un gran hombre, siempre lo he sabido, eres bueno,
generoso, inteligente. Fidel sigue adelante, lucha, nunca abandones, te quiero
y siempre estaré contigo.
Fidel no era como los demás chicos,
ni mucho menos. Aún siendo joven parecía mayor, su carácter era serio,
reservado, algo enigmático. En nada tenía que ver con los chicos que pueblan la
facultad, niños aún con preocupaciones típicas de niños adolescentes, que
apenas tienen criterio, ni entiende tan siquiera que pintan ellos allí. La
mayoría de ellos criados en la abundancia, en la permisividad ante cualquier
comportamiento, criados en la sociedad de la opulencia, una sociedad virtual,
consumista hasta el exceso, una sociedad enfermiza, en declive. Y la universidad no es ajena ha esta sociedad
instrumentalizada donde prima lo económico y el poder político. Fidel se echo sobre la mesa, reposó su
dorso sobre el tablero y posó las manos sobre su cabeza como intentando taparse
con un fular que lo cubriese, para no ser visto, para que no le vieran la cara
aún estando solo, para que no le vieran llorar. Nadie sabía lo que le había
costado llegar hasta allí, nadie sabía el esfuerzo que había tenido que hacer.
Ahora, después de tres años de carrera, la cosa se estaba poniendo otra vez
difícil, muy difícil. Apenas tenía para sobrevivir. La beca con la que iba
tirando no llegaba, y los trabajos que de cuando en cuando iba consiguiendo,
habían desaparecido. ¿Cómo iba a seguir permitiéndose estudiar?, este
pensamiento lo martirizaba desde hacía varios meses. No hacía más que darle
vueltas al asunto. Su situación era tan crítica que no le dejaba concentrarse
en los exámenes, y a causa de ello había sacado unas pésimas notas en las
últimas pruebas, lo que le empeoraba, si cabe, las posibilidades para seguir
con la carrera que había elegido. Todo parecía venirle a la contra. Su padre,
ya mayor, no estaba para que le contará sus penurias, sobre todo desde la muerte
de su madre que había sido para él un mazazo del que no había levantado cabeza.
Las cosas estaban mal y pintaban peor. El mundo andaba cuesta abajo y sin
frenos, el país al borde de la banca rota, con corrupciones en todos los
estamentos del Estado que estaban llevando al pueblo a la miseria. El ambiente
era deprimente. Y la Universidad como tal no se escapaba de la podredumbre
social en la que andaba el país. Él era un chico de pueblo, de clase humilde,
listo e inteligente que había visto desde los cimientos como se trajinaba de
forma nada decente, lo había visto de primera mano. Al llegar a la facultad no
se encontró con lo que él esperaba. Fidel entendía la universidad como el
centro cultural por excelencia, pero una vez pasados unos meses entendió que
sus ideales eran castillos en el aire, y que en la mayoría de los casos, la
facultad no era ni más ni menos que un paso más de la enseñanza, donde
conseguir un titulo que te acreditara como capacitado para ejercer una
profesión. Así, estaban desapareciendo carreras de las llamadas puras, ciertas
filologías, carreras de poca demanda, no rentables, de las que el mercado no
necesitaba mano de obra de la que suministrarse. Fidel no entendía la
universidad como un mero tramite para acceder al mercado de trabajo, la
universidad para él no era eso, era un centro de saber. Pero todo se estaba
trasformando en puro mercantilismo, un instrumento al servicio del poder. Los
muchachos intentaban acceder a las carreras que se les vendían como
prometedoras fuentes de trabajo, olvidando preferencias y gustos, obviando los
saberes que en sus foros internos luchaban por materializarse, para ser seres
desarrollados, felices, orgullosos de sus propias personas, y no unos seres
desdichados, que a duras penas cursan unos estudios que no desean, y que los
llevarán a un fracaso profesional y, lo peor aún, a una frustración y rabia
consigo mismos que repercutirán en todo el ámbito social e incluso en sus
propias familias, creando una sociedad de seres amargados que sólo encontrarán relámpagos
de satisfacción en el consumismo que el sistema ofrece. He aquí el dilema
fundamental, y casi olvidado, ¿vivir para trabajar o trabajar para vivir?
Parece que nuestro sistema ha elegido, no se sabe en beneficio de quién, o sí.
Pobre muchacho desconsolado. Allí
estaba recostado sobre la mesa, pensando, dándole vueltas a la cabeza, ¿que
hacer? Todo era marketing, intereses, competencias, enchufes, corruptelas, y la
cosa iba a peor. El nuevo ministro pretendía remodelar las instituciones de
enseñanza, la crisis traía recortes, y escondida en la mochila cambios en las
formas y el sentido de lo que en sí debiera ser la universidad. Los avances conseguidos, la libertad de
cátedra, la igualdad social, la igualdad en el absceso a la cultura y a los
estudios universitarios estaba siendo lapidada, estaba en un grave peligro. Se
estaban creando compartimentos estancos, trabas para el desarrollo personal,
una justicia desigual, donde las clases menos pudientes estaban siendo
marginadas. El poema de Goytusolo se estaba haciendo real, el lobo era el
bueno, y el cordero era el enemigo al que batir. No había salida, al menos, no
la veía, en aquel momento de
abatimiento. Ya no era suficiente para el devorador mundo empresarial el titulo
universitario, ahora debías de obtener máster y máster privados, que
complementaran la carrera, lo que suponía unos gastos extraordinarios a los que
sólo las clases pudientes podían optar, también cabía la posibilidad de
endeudarte con el banco antes incluso de empezar la vida laboral, lo que era
toda una barbaridad. Los nuevos dirigentes del Estado querían un sistema donde
el concepto de la empresa reinara a sus anchas, y donde sus objetivos
económicos fueran satisfechos. ¿Porque qué si no busca la empresa privada?
Claramente el rendimiento económico, la supresión de costes, y la mayor
rentabilidad posible. ¿Y eso como se consigue? Pues suprimiendo costes. Costes
sobre todo de mano de obra. El desmembramiento de la educación trae la pobreza
implícita, la barbarie, incluso la guerra. Esa misma mañana, los empleados de
la facultad, como cada semana, habían hecho su media hora de huelga, las
señoras de la limpieza, los responsables de mantenimiento, habían salido a
protestar con sus pitos, sus pegatinas en el pecho, y sus pancartas. Como todas
las semanas, manifestación de protesta por los recortes en el salario, y por
amenazas de despido, y allí, impávidos, los estudiantes, como mojigatos, en vez
de sumarse a la protesta, ajenos a los problemas de los trabajadores, seguían
como si nada hablando del último juego de rol, de tal o cual personaje del
programa de Lucía la Piedra, otros, con aire de seres superiores, tratando
temas trascendentales de la humanidad, puntos de vista de este o aquel
filósofo, intercalando conversación con hierba y comentarios pseudo
intelectuales; mientras aquellos trabajadores estaban allí peleando por sus
derechos, por seguir manteniendo sus trabajos y llevarles el pan a sus hijos.
Esto le reventaba a Fidel, que se preguntaba cómo era esto posible, cómo la
brecha social era tan inmensa, tan estúpida, una brecha construida desde los
poderes reinantes, a base de tiempo y constancia en el deterioro de toda ética
y moral. Era rocambolesco observar aquello, era como observar a los animales de
un zoo, animales en semi libertad, bien limpitos, cagaditos y comiditos. Era
incluso bochornoso ver como aquellos niños de papá, estaban allí como señoritos
y señoritas, con el jiji-jaja despreciativo, mientras sus padres estaban
protestando para que ellos siguieran estudiando y labrándose un futuro. No era
entendible, o sí, como los universitarios no estaban implicados en lo que
estaba aconteciendo en el país. ¿Dónde estaban los universitarios tan
imprescindibles en cualquier cambio social de la era moderna? La explicación
era evidente, cada cual iba a lo suyo, a su interés propio, individualismo puro
y egoísta. Aquello no era un centro del saber, aquello era un ring, una
competición constante, la rivalidad llevada al grado extremo.
Fidel estaba decaído, no era para
menos, le daba vueltas y vueltas a la cabeza, intentando encontrar una solución
que le aliviara de sus problemas. En las últimas semanas, nunca le había
pasado, había tenido que ir a comedores sociales para alimentarse, vivir de la
caridad no era nada sano, el pueblo no quería caridad, el pueblo necesitaba
poder ganarse el sustento con el sudor de su frente, pero ni eso se nos
permitía ya. Fidel estaba rabioso, rabioso de impotencia por ver la
impasibilidad y el abandono en el que como sociedad habíamos caído, engañados o
dejándonos engañar; pero, sobre todo, lo que le ponía ciego de rabia eran
aquellos tipos cínicos, aquellos que iban de sabedores todo, sin pizca de
humildad, henchidos de un orgullo barato,
de estar por encima del bien y del mal, aquellos de los de mi palabra va
a misa, los siempre seguros de todo, los dogmáticos de su propia persona. Le
reventaba ese cinismo, que concluía con, todo está echo una mierda, esto va a
reventar, acompañado de una sonrisa de
hiena y una categórica frase: bueno, que reviente, ¿y qué...? No podía soportar
a esos tipos, eran superiores a sus fuerzas. Esos golfos, vividores criados de
la teta de las grandes familias, que han dedicado toda su vida a pasárselo en
grande, sin dar un palo al agua, hijos de buena cuna, que después de haber
absorbido hasta la última gota de fiesta, concluían: esto tiene que reventar.
¿Y cuando reviente...qué?, les preguntaba siempre Fidel. Y ellos, con sus caras
de fiestas pasadas y encogidos de hombro, como si la pregunta fuera estúpida,
respondían: pues cuando reviente, pues..., que reviente... Sin aportar ni una
sola solución, ni un planteamiento, ni una propuesta; desde ese cinismo culto,
y maligno. Tipos oscuros como las alcantarillas, que ni tan siquiera quieren escuchar, ni pensar, en
la posibles soluciones que se ofrecen.
El cinismo, llevado al grado de la soberbia, de unos tipos que se han
apoderado del mundo, que se creen los dueños del mundo, y los demás seres los
invitados, y no entienden, ni quieren entender, que el mundo no es de ellos, si
no de sus nietos. Pero ellos se aferran a sus obsoletos y acomodados conceptos,
sin querer admitir nuevos planteamientos y soluciones. Ellos, que siempre
hablan de los viejos tiempos, de lo que hicimos y dejamos de hacer; un verbo,
hacer, cargado de mentiras e hipocresía. Unos tipos, que se aferran a sus
parcelas de poder y vanaglorian sus
personajes. Chuposteros que desprecian la vida y no respetan la de los demás.
Ejemplo fatal para los jóvenes que estudian hoy en la universidad.
-¡Eh tú! ¡Levanta la cabeza ahora
mismo niñato!,-Fidel notó como le daban un golpe en el hombro. Se levantó de un
salto y miró a los lados. No había nadie. ¿Dónde está aquel abuelo?, se
dijo. Engurruño los ojos con fuerzas y
masajeó su cara para despertarse. Confuso, por un instante no sabía dónde
estaba, se palpó el cuerpo y miró a su alrededor. Al momento tomó conciencia.
Se está haciendo tarde, se dijo, ya es hora de irme. Recogió su libro y
emprendió el camino de vuelta por las calles de la Cartuja. Unos minutos
después el sol dio su último coletazo, se sumergió en las profundidades de la
noche, tomo aire, y volvió a sumergirse guiñando un ojo a la luna centinela.
Son sorprendentes los misterios de la naturaleza...
-¡Verdad que si, hijo mio!-se
escucho tras la maleza.
-¡Verdad que si muchacho...!-se
volvió a escuchar- ¡Sigue adelante..., sigue adelante...!
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