La Nitra bordando la Peña Solera y Caña.


La Nitra bordando la Peña Solera y Caña.

Con la sensibilidad exquisita de quien hace lo difícil sencillo. Con la facilidad trémula que enmudece a los pájaros, que se se sientan boquiabiertos a escuchar la melodía dulce como el azúcar del buen cante flamenco. El tono y el compás que pincha las entrañas, que pone a flor de piel todo los pelos del cuerpo, y anuda las lágrimas sobrecogidas a la altura del cuello, mientras se pintan desde tribuna pañuelos, como palomas blancas bordando el cielo. Así de fácil, como el que no quiere la cosa. En la línea precipitada de la maestría, destilando esencia, aparentemente sin esfuerzo alguno, gota a gota de perfume, embriaga la Peña, altanera y sencilla, la canela regalada. Puede parecer insultante tanto arte, como la primavera potente que se impone, como el brazo torero que estira y estira el momento sin fin del alma en un puño. Eso es. Inabarcable. Lo auténtico. Lo que no tiene precio. Lo único, e irrepetible. El momento dentro del momento. El tono, la forma, el ser, que no copia, que no imita, que no se parece a nadie, nada más que a ella. Y lo sabe. Porque tiene eso, que es impertérrito, fuera del tiempo, en la leyenda, más allá que nunca, en el siempre presente. A palo seco. Así es mejor, dice un flamenco que entiende. Y es verdad. Sin más ingeniería, sin más técnicos, que una guitarra que raspa el firmamento y hace de la noche un sueño. Sin más. A palo seco. Cuando lo viejo se confunde con lo nuevo. Y no hay principio, ni fin. Sólo el instante y el tiempo que flota sobre una voz que llama a las puertas del cielo. Ese poso de barrica bueno, la madre que guarda la noche, las estrellas, la rueda, la lluvia y el viento. No hay escuela que enseñe esto. El Don del cante flamenco, que aflige el alma y por bulerías levanta a los muertos. En un segundo. Como ella quiera. La Nitra.

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