50 primeras páginas de "Viaje a Menorca"+ en la casa del libro y en las librerías


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crisálida
© Rubén Darío Vallés Montes
© De la portada e ilustraciones:
Rubén Darío Vallés Montes
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Viaje a Menorca
A L H U L I A
Rubén Darío Vallés Montes
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[ I ]
Todo lo tenía preparado. El equipaje hecho, el billete
de avión sacado. Todo había sido precipitado. La intuición:
tenía que irme como fuera. La búsqueda de trabajo urgente.
La llamada a Ángel. Por fin me iría de este infierno, allí donde
nadie me conociera, y pudiera empezar una nueva vida.
—No te preocupes, aquí tienes una habitación esperándote,
un amigo, y el trabajo que tú elijas —me dijo mi amigo
Ángel, que llevaba dos años en Castell, un pueblo cercano a
Mahón.
Esa mañana, mi padre me llevó al aeropuerto. Meses antes,
en una conversación en casa de mi abuelo, me había dicho
de una forma nada sutil, que me fuera, que me fuera bien
lejos, que dejara a todos en paz, que él me pagaba el viaje a
donde yo quisiera, pero que fuera bien lejos. Gratas palabras
de un padre a un hijo. Pero él fue siempre así de sincero, qué
le vamos a hacer. Así que no le importó verme partir, ni mucho
menos se le cayeron las lágrimas.
Aeropuerto de Granada 10:15 am.
Después de sacar lo que llevaba en los bolsillos, quitarme
el cinturón y el reloj para pasar el control de la Guardia
Civil, y haber facturado la maleta; su servidor, estaba dispuesto
en el pasaje de embarque, a volar hacia la isla balear más
alejada de España hacia el oriente. Hacía años que no volaba
en avión, concretamente hacía más de diez años. Otras veces
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había volado, en sueños, sin alas, flotando en el espacio como
un niño del país de nunca jamás, pero eso era cuando andaba
colocado, o en alguno de esos sueños extraños que pasan de
vez en cuando.
El vuelo fue tranquilo hasta Mallorca, la primera escala
del viaje, donde cogería otro avión dirección a Mahón. Me
sorprendió lo grande que es el aeropuerto de Mallorca, claro
está, tiene mucho tráfico de viajeros. No me resultó difícil
encontrar mi puerta de embarque hacia la isla bonita que me
esperaba. Tras preguntar a un par de agentes y operarios, di
con ella en poco tiempo, pero aún no era la hora de subir al
avión, así que me compré una revista del mundillo del corazón,
y me puse a ojearla mientras esperaba. Sin apenas darme
cuenta transcurrió el tiempo, y desde megafonía anunciaron
la pronta partida del avión que me llevaría a mi destino. Nos
subimos en un autobús que nos transportó hacia el aeroplano.
Éste, más pequeño y destartalado de lo normal, nada tenía
que ver con el que había cogido hacía un rato. Sonaban fuerte
los motores, vibraban, y no invitaban a volar tranquilo.
Aquel aeroplano me recordaba al avión, que coge..., ¿quién
lo coge...? —no me acuerdo—, en la última escena de la película
«Casa Blanca» —tócala otra vez Sam—. Una vez en el
aire, se veía la costa de Mallorca, los montes, los acantilados
y el mar azul. Era un paisaje hermoso el que se contemplaba
desde los aires.
—Señores pasajeros, pónganse los cinturones. Estamos
llegando al aeropuerto de Mahón —nos comunicó una azafata
con cara cansada, desde una ventanilla en la cabina del
piloto.
Mientras nos preparábamos para aterrizar, tuvieron la
delicadeza de ponernos, por el hilo musical, una versión de
la popular canción de la película «El Padrino» —tariro...-
riro...-riro…-tiro...-ti...—. Un mal rollo, acompañado de
escalofríos, me recorrió el cuerpo. Yo que andaba huyendo de
la mafia, y a cientos de kilómetros de mi casa, me recibía el
Padrino en forma de banda sonora.
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—Bienvenido a casa «bambino». Aquí encontrarás lo
que buscas: Paz. Tranquilidad. ¡Ja, ja, ja! —resonaba una voz
dentro de mí, como en un cuento de miedo.
Eso sí, tengo que reconocerlo, se portó bien la compañía
aérea, y nos ofreció a los pasajeros una chocolatina de chocolate
blanco, con el logotipo de la empresa, para endulzarnos
el ánimo. —Qué amables y educados—. ¡Ja, ja, ja!, escuchaba
una y otra vez, mientras el avión descendía vertiginoso
hacia la pista. Barba Azul y sus muertos esperaban en el castillo
encantado, en la isla del encaje, las ensaimadas, y las
alpargatas. «Welcome de paradise». ¡Ja, ja, ja!
No sin dificultad aterrizó el aeroplano, chirriaron las
ruedas, temblaron las alas, y todos pudimos sentir el latigazo
del cinturón de seguridad en nuestras cervicales,
y dos bultos que subían al unísono hasta la garganta. El
piloto se había lucido. ¡Olé sus huevos! Quizá..., el muy
cabrón, no había pegado ojo en toda la noche follando
con la azafata. ¡Enhorabuena campeón!, pensamos todos,
te debemos una... pero ya te la pagaremos otro día. ¡Qué
mal trago, cojones! ¡Qué buen comienzo! La pista estaba
desierta, soplaba el viento, todo alrededor de ella era árido,
sin vida, muerto. Una vez en tierra me persigné, dándole
gracias a mi Dios por no habernos estrellado. ¡Te debo otra
jefe! Enseguida, un microbús nos recogió y nos llevó hasta
el aeropuerto. Allí esperé un rato, escasamente quince
minutos, hasta que salió mi equipaje por la cinta transportadora
y recogí mis pertenencias. Apenas había gente en
aquel aeropuerto, todavía no había empezado la temporada
alta de los meses de verano, así que el tráfico de viajeros
era escaso. La verdad, me había hecho ilusiones. Me había
creado una imagen de Mahón distinta, quizá una imagen
idílica, ficticia e irreal; pero lo cierto es, que me llevé un
pequeño gran chasco, nada más tocar tierra. Ese viejo aeropuerto...,
triste y demacrado..., al igual que el avión que
me había traído..., desprovisto de viajeros y movimiento...,
desangelado... y fúnebre... No, no me había gustado. No
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me había dado buen «feeling». A mi pesar, el horizonte se
presentaba negro; mal había empezado la cosa. Yo esperaba
encontrarme..., algo así..., como las bellas imágenes paradisiacas
que ofrecen las agencias de viajes. Pero no, la primera
impresión fue un intenso olor a rancio. Un olor viejo,
lleno de alacranes, que me trajo a la mente el desierto de
Tabernas, donde se habían rodado tantas y tantas películas
del viejo y salvaje Oeste.
Así, que allí estaba yo, desilusionado y apagado. Tirando
de mi pesada maleta, en un lugar desconocido, árido y polvoriento,
preguntándome: ¿qué coño hago yo aquí? Estaba
amargado, un poco mareado y desubicado. Después de dos
o tres horas de trayecto, estaba cansado y aturdido; era normal.
Atribuí mi mal estar al largo viaje, intentando rechazar
la primera impresión que me había causado la isla. No
había por qué preocuparse, me dije. Allí estaba esperando
mi colega Ángel, con una camiseta negra de los Ramones,
y la Guardia Civil de aduanas vigilando los alijos. No había
por qué preocuparse. Todos se habían reunido para darme la
bienvenida.
—¿Qué tal? ¿Cómo estás? ¿Qué tal el vuelo? —fueron las
primeras palabras, un tanto forzadas, de mi amigo.
—Bien, bien. Te veo más delgado —le dije. La verdad,
fue un saludo, digamos... frío, no muy festivo. No parecía que
estuviéramos muy contentos de vernos.
Yo andaba preocupado, como ya he contado, justo de dinero.
Con el último sueldo, de mi último curro de repartidor
de pizzas, había pagado el billete del vuelo. Unos ahorrillos y
doscientos euros que me dieron mis padres, era todo el patrimonio
que tenía. Mi situación económica era complicada, y
me tensaba los nervios. Había hecho los cálculos, y me daba,
como margen, dos meses para ir medio tirando, superviviendo.
La verdad era dura de asumir. Estaba mojama en una isla
muy cara.
—¿Cogemos el autobús? ¿Está muy lejos tu casa? —le pregunté
como un robot a Ángel.
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—No, mejor cogemos un taxi. Está cerca. El autobús pasa
cada hora y nos da muchas vueltas. No merece la pena perder
el tiempo. Mejor cogemos un taxi y llegamos antes —sugirió
un tanto excitado, por mi extraño comportamiento..., o por
la idea de pasar allí una hora esperando... en pleno desierto,
¿quién sabe?
—Bien. De acuerdo —le dije sin poner impedimentos—.
Está bien. Vamos.
Al caso, él era el que conocía la isla y sabía cómo iban
allí los precios. Eso creía yo. Aún me temblaban las piernas
efecto del viaje y, sobre todo, del último vuelo en aquella
chatarra de aeroplano; cuando nos aproximamos a la parada
de taxis, y nos montamos en uno de esos vehículos de cuatro
ruedas. Ángel le indicó la dirección al taxista y éste, sin más,
puso el motor en marcha y el coche empezó a andar. Treinta
euros me costó la broma. Treinta euros por no esperar media
hora un autobús. No quería pensarlo, pero era inevitable, las
matemáticas hacían de las suyas y empezaban a contabilizar
en negativo sobre mi pequeña balsa monetaria. No podía tener
buena cara, era imposible. Lo sentía, no era mi intención,
eran las circunstancias. Me hubiera gustado ser una fiesta,
con palmeros y todo, pero no era tan falso como para mentirme;
yo no era de esos tipos, todo lo contrario. Así que, sin
poderlo evitar, mi cabeza iba haciendo sus cálculos de supervivencia
mientras el auto nos llevaba hacía Castell. El taxista,
de unos cincuenta años, era un tipo serio que no hablaba,
¿para qué gastar saliva...?, iba a su trabajo y «prau». Estaba
bien aquello de no molestar al cliente, de mirar al frente, al
frente, siempre al frente como en el ejército; sin importarle
una mierda quién llevara en el taxi, o todo lo contrario, sin
fiarse «ni una mica» de quién llevara a su lado; en estos casos
mejor no hablar. Bien, estaba bien..., caracteres opuestos...,
sencillamente. Yo estaba acostumbrado al robo con arte, en
mi tierra era así. Salero, malafollá, duende, picardía graciosa,
o como usted quiera llamarlo... Pero el robo de treinta euros,
por unos escasos diez minutos de trayecto, y encima..., sin
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un mal chiste, una mala broma, un comentario farfollas que
criticar, y después comentar con los amigos... Nada. Era el
mismo robo, pero sin arte, lo que jodía aún más. Mi economía
se resentía poco a poco, y eso me preocupaba. Debía de
buscar trabajo rápido.
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[ II ]
Ésta es mi humilde morada... —me señaló mi amigo,
mientras sacábamos el pesado equipaje del maletero del taxi.
Era un edificio no muy antiguo, de tres plantas, con
grandes ventanales de madera, con la pintura verde desconchada
y los cristales sucios. Parecía acogedor el edificio,
pero se notaba que los dueños no eran muy amigos de la
limpieza. Pensé que a lo mejor pasaba como en los cármenes
de Granada, que son austeros por fuera, en apariencia
humildes, pero que dentro del cofre guardan su acogedora
belleza. Me empezó a picar la nariz…, mal asunto. Subimos
las escaleras tirando de la pesada maleta. Su casa estaba en
la primera planta, primer piso a la izquierda, menos mal
pensé. Al abrir mi amigo la puerta, me encontré con un piso
oscuro, de techos altos, bonito en su estructura, pero «in
the dark». Las habitaciones eran grandes y soleadas, pues
daban al exterior, y tenían unas grandes ventanas, pero casi
siempre estaban cerradas. El comedor era pequeño, y daba a
un ojo de patio que comunicaba con el bar de abajo, por lo
que Ángel tenía la mayoría de las veces la ventana cerrada.
Así que el salón era ciertamente siniestro. En fin, un piso
de soltero poco curioso. Todo revuelto, tirado, las camas sin
hacer, cajas por medio, basura acumulada; desorden de una
promesa de artista. Pero lo peor era la cocina, que estaba
hecha una mierda, con dos dedos de grasa y el suelo sucio
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y pegajoso; sin contar lo del cuarto de baño, que es un caso
aparte. Se puede resumir en una palabra, mejor en dos: mucha
peste. Pero por educación le dije:
—No está mal el piso, en verdad está bastante bien, es
amplio... ¿Cuánto te cuesta el alquiler? —me hice el interesado.
—Trescientos con cincuenta euros —dijo.
—No está mal, ¿no? Siendo una isla cara, se puede decir
que has encontrado una ganga.
El cabrón se lo tenía bien montado en su guarida. Estaba
a la última en tecnología. Él que era reacio a toda clase de
utensilios modernos, y más de una vez, en conversaciones
de cafetería y bares, me había dicho que él nunca utilizaría
un ordenador, que con el bolígrafo y su máquina de escribir
electrónica le bastaba y le sobraba…; que eso de los
ordenadores eran modernuras para los niñatos pijos, que
sueñan con hacerse escritores para ganar pasta y hacerse
famosos; pero que él era un escritor de verdad, auténtico,
de tradición y pedigrí. Cómo cambia la gente de opinión,
la hostia. Ahora, tenía su ordenador portátil, el último modelo
del mercado, una cacho de máquina que flipabas, una
multifunciones (fotocopiadora, fax, y escáner), para archivar
todo los asuntos que se traía entre manos. En fin…, entre
tanta mierda, se lo tenía montado verdaderamente de
lujo. Tenía una gran cantidad de «compact disc», un buen
equipo de sonido, auriculares inalámbricos, televisión pantalla
plana, y muchos..., muchos libros..., por toda la casa
desperdigados.
—Bueno, Iván —me dijo—, vamos a dar una vuelta por
el puerto de Castell y te invito a comer en un restaurante que
hay frente al pequeño puerto.
—De acuerdo, buena idea —le respondí con una sonrisa.
El mar estaba tranquilo, sólo a dos pasos de su casa, muy
bien situada. Era el mes de mayo y todavía no había mucho
ambiente de turistas. La mayoría de los que por allí había,
eran ingleses y alemanes jubilados, pasando en grupo quince
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días de vacaciones. El restaurante al que fuimos no era lo que
se dice un restaurante, más bien era una hamburguesería, una
tasca en la que ponían platos combinados, con una pequeña
terraza frente a los barquitos de los pescadores que descansaban
atados a los mojones del puerto, desde la que se podía ver
el mar. Todo muy bonito, la verdad, muy bucólico y muy literario.
Después de mirar el espécimen de carta, nos pedimos
unos platos combinados y una coca-cola, y una cerveza sin
alcohol para mí. Conversamos, por encima, sobre el viaje...,
sobre cómo estaba el tema del trabajo en la isla..., de cómo
era la gente del pueblo..., de los viejos amigos comunes... ¿Y
cómo no?, terminamos la conversación con el mundo de la
literatura y sus anejos, mientras saboreábamos un café y brindábamos
con un pacharán: ¡Por nosotros y por los que ya no
están! ¡Salud, compañeros! ¡Hasta la victoria siempre!
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[ III ]
Bueno, ¿nos vamos a la casa? Estoy un poco cansado
y me gustaría echarme una siesta (como es mi costumbre
después de comer, pues me entra un cansancio que no puedo
con mi cuerpo. Dicen que es la circulación de la sangre que
baja de intensidad, y que hace que el cuerpo se enfríe, y entonces
es cuando te entra la morroña esa que no puedes tirar
de tu cuerpo). Nada, poca cosa, media horilla... y voy listo.
(Mentira, las dos horas no me las quita nadie) —le sugerí a
mi amigo.
—Claro, vamos. Yo luego tengo que ir a trabajar —me
respondió.
Ángel estaba trabajando de recepcionista en un hotel a
cien metros de su casa. Llevaba poco tiempo, apenas un mes,
y aunque no sabía muy bien hablar inglés, menos francés, y
alemán ni papa, en la isla estaban escasos de personal. Así
que había encontrado por el servicio municipal de empleo
ese curro que, la verdad según me contó, no le desagradaba;
aunque al igual que a mí, el mundo de la hostelería no era
su predilección. Yo era cocinero. Pero eso es lo que había,
ésas eran las ofertas de trabajo que había en una isla turística
en verano. Sería curioso verlo con pantalón negro a rayas,
zapatos negros acharolados, camisa blanca, chaqueta a juego
y corbata de un azul muy elegante. Él..., un «heavy» de toda
la vida, de los de pantalón vaquero elástico negro marcando
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paquete, y chupa de cuero con tachuelas, siempre reacio a
vestirse de una forma formal.
Abrimos la puerta del portal y subimos las escaleras pausadamente.
Empujé la puerta de la casa y se abrió.
—¡Oye! Te has dejado la puerta abierta —le dije un poco
sorprendido.
—No, no pasa nada. Yo aquí la suelo dejar abierta —me
respondió tranquilamente.
—Curioso... —balbuceé algo extrañado.
Nos sentamos en el sofá decano, bajo el auspicio de un
gran cuadro, que representaba una festiva jornada de cacería
de ciervos, con los perros ladrando y los caballos a galope,
todo muy bonito y muy contemporáneo; y encendimos, por
fin, la televisión. David se abrió una cerveza, y juntos nos
pusimos a ver las penosas noticias del telediario. Después
del pronóstico del tiempo, que anunciaba sol en los próximos
días, aunque advertía, que a mediados de la semana, se
iba a poner lluvioso, y se pronosticaba tormentas y negritud
por este lado de España; le pedí permiso a mi anfitrión, y
me acosté en la habitación que me tenía reservada. Antes de
acostarme, la barrí, la fregué, y coloqué mis sábanas limpias
y pulcras. Ya digo, la casa tenía dos dedos de mierda, y mi
habitación no se había salvado de la suciedad que imperaba
en la totalidad de la casa.
—Bueno, esta tarde iré al supermercado. ¿Dónde puedo
comprar? —le pregunté a mi amigo.
—Mira, saliendo del portal, a la derecha hay un supermercado.
Y a la izquierda, tirando recto, hay otro un poco
más grande. Yo esta tarde trabajo —me repitió de nuevo—,
si te aburres, en el cajón de abajo del televisor hay un estuche
grande con películas en DVD, por si te apetece ver alguna.
OK —le guiñé un ojo como muestra de agradecimiento,
y le dije—: Bueno, pues…, hasta la noche.
—Hasta la noche. —Y así acabó nuestro primer contacto
después de un largo tiempo sin vernos. Ya digo, un reencuentro
seco, como la paja en verano y las cortezas de cerdo.
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[ IV ]
Me levanté sobre las seis, y me tomé un café. Esa tarde
tenía muchas cosas que hacer. Empecé por salir a la calle, a
ver un poco el ambiente, y a respirar aire fresco. Hacía buena
temperatura, un poco de viento y bastante humedad, que es
lo típico de la isla. Lavas la ropa y se queda como mojada
después de haberla secado al sol. Y en los días de calor, enseguida
empiezas a sudar como si estuvieras jugando un partido
de tenis, aunque estés inmóvil, sentado en tu sillón preferido
jugando al ajedrez; lo bueno, es que pierdes kilos sin necesidad
de hacer deporte o ponerte a dieta; te ahorras, en ese
sentido, una buena pasta. Con dinero en el bolsillo, me fui
al pequeño supermercado, para hacer mi primera compra de
suministros de primera necesidad. Era un supermercado de
los que sólo abren en los meses de verano, donde encuentras
de todo para llenar la despensa, pero todo subido bastante
de precio. Así que compré lo necesario, huevos, leche, pan
de molde, sopa de sobre, salchichas, algo de salchichón, espaguetis,
carne picada, cebollas, ajos, tomate frito, patatas,
fruta, lechuga, y medio queso de Mahón, que está cojonudo.
La compra me salió por unos cuarenta euros, un poco caro,
la verdad. El chaval que estaba en caja era un sieso, era un
tipo callado, con una mirada escrutadora que preguntaba sin
voz: ¿quién era yo?, ese tipo recién llegado que no era guiri.
Así que seguramente pensó: éste viene aquí a currar como
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la mayoría de los andaluces. Estaba en lo cierto. ¡Ah!, cómo
se me iba a olvidar, también compré limpiador de cuartos de
baño. Buscaba uno con aroma a limón, pero como no lo encontré,
compré uno súper limpieza wc al vinagre, más jabón
lavaplatos, y un potente quita grasas. Me esperaba una buena
tarde de limpieza si quería vivir allí. El tiempo que estuviera
me gustaría vivir en un ambiente limpio.
Esa tarde me dediqué a fregar. Empecé con el cuarto de
baño, para poder luego darme una ducha una vez terminada
la jornada de limpieza. Estropajo en mano y con el súper
limpieza wc al vinagre, comencé a frotar. Limpié primero la
bañera, el bidé, el lavabo que estaba lleno de pelos de los
afeitados de Ángel y, por último, el váter que estaba asqueroso.
Era incapaz de sentarme en la tapadera, me daban ganas
de vomitar. No veas cómo limpiaba el producto al vinagre
que compré, era como nuestro colega Alex, el corrosivo. Me
caían los chorreones de sudor por la frente, por la espalda,
por las axilas y el pecho, me chorreaban hasta los huevos;
y yo venga..., y venga..., a quitar mierda, con los pulmones
abiertos efecto del vinagre que se me metió en las entrañas.
No pude quitarme el olor de la nariz hasta varias semanas
después. Le tomé hasta cierto asco al ácido, así que semanas
después no quería el vinagre ni con pan bendito, y terminé
aliñando las ensaladas con limón. ¡Joder, qué de mierda estoy
sacando!, pensaba, ¡y eso que ésta no es mi casa! Pero seguí
fregando, descontaminando el cuarto de baño, las paredes, el
cristal frente al lavabo, el vaso de la pasta de dientes, el suelo…;
dos cubos de agua gasté hasta dejarlo todo reluciente.
Pero con la cortina de la bañera no pude hacer nada, sólo
quedaba coger y tirarla. Pero claro, ésa no era mi casa, sino,
directamente, la hubiera quemado. En el tiempo que estuve
fregando, hora y media larga, varias veces pensé: este cabrón
podía haber tenido la casa más curiosa para recibirme. No
le pidas peras al olmo, me dije. Después de la lucha con el
cuarto de baño, hice un descanso para echarme un cigarro,
y puse un «compact» de jazz que me había traído. Seguí con
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la cocina, ya oscurecía, pero estaba solo y tampoco tenía otra
cosa que hacer; cuando sonó el móvil. Era una llamada de mi
madre.
—¡Sí! Mamá.
—¿Qué, cómo te ha ido el viaje?
—Bien, un poco cansado, pero bien —seguimos hablando—.
Pues aquí..., limpiando un poco la casa, y luego a preparar
la cena. Bueno, besitos, mamá. Mañana te llamo.
La cocina, la cocina…, por ser cocinero estoy más acostumbrado
a limpiarla, y no es que me guste limpiar, pero me
desagrada menos que fregar el cuarto de baño. Al fin y al
cabo, en la cocina se trabaja con materias primas orgánicas,
que se elaboran, que se cocinan, que entran por la boca; pero
el cuarto de baño es el lugar de los desperdicios, de todo lo
inservible, de todas las células y pelos muertos, el lugar de
las excreciones, de todo lo que sale por el agujero del culo,
y además..., no es sólo el lugar donde meas y cagas tú, si no
que ahí va a parar toda la gente que pisa la casa. Así que
seguí manos a la obra, cigarrito en mano, y a seguir quitando
mierda. Pasó la tarde, y Ángel llegó a eso de las diez de la
noche, y me pilló limpiando, y escuchando a Bebo Valdés,
como una buena ama de casa.
—¿Qué pasa, Iván; cómo ha ido la tarde? ¡Hostias!, pero
si estás dejando la casa hecha un pincel. No tenías que haberte
molestado, tío. Sabes, es que…, últimamente estoy muy
atareado con el curro y con el guión que estoy escribiendo…,
y apenas tengo tiempo para nada. Perdona, Iván, por el caos.
—No pasa nada, tío. Además, estaba un poco aburrido y
me ha dado el punto de ponerme a fregar —qué le iba a decir,
no estaba en situación de responderle que tenía la casa como
una pocilga.
—¿Y este perfume a vinagre tan refrescante? —me dijo
sonriente, graciosillo, como diciendo: «¡Ay mi Mari que
apañá y qué limpia es! ¡Luego te echo un polvo!», pero con
retintín, que es lo que más jodió. Bueno…, es lo que hay,
suspiré profundamente, y me lo tomé con sentido del humor,
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como una esposa resignada. Le conté la historia del súper
limpiador del wc, y como tenía el vinagre metido hasta las
venas. Nos echamos a reír.
—¡Qué cabrón eres! ¡Qué cabrón eres! —me decía chistoso.
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[ V ]
El trabajo estaba hecho y yo empapado en sudor. Era
el momento de darse una ducha, refrescarse, y pegarse una
buena cena. Después de bañarme, me puse mi pijama limpio.
Ángel no estaba, o sí estaba. Andaba escribiendo en su ordenador,
en silencio, que es lo mismo que no estar. Me metí en
la cocina a prepararme la cena, mientras escuchaba por mi
radio azul las noticias de Radio Nacional de España.
—¿Ángel, tú has cenado ya? —le pregunté después de llamar
con los nudillos a la puerta de su cuarto. Estaba fumando
un Ducados negro, mientras ordenaba despecheretado sus
papeles.
—¡Sí! He cenado en el curro antes de venirme, no te preocupes.
—Bueno, si te molesta la radio me lo dices —le contesté,
enviándole sutiles vibraciones de invitación a charlar.
De alguna manera, yo acababa de llegar y tenía ganas de hablar
después de toda la tarde solo, después de toda la tarde
fregándole la casa. Además, hacía más de seis meses desde
la última vez que nos habíamos visto. A veces, sucede con
los amigos de mucho tiempo, que todo está dicho. Como un
tatuaje antiguo. Quizá se haya dicho demasiado.
Me hice de cenar una tortilla liada y un par de salchichas
frescas y gordas, con tomate frito. Y me puse, tranquilamente,
a ver los canales de televisión. Al rato salió del cuarto.
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—¿Quieres una cerveza? —me dijo. Había captado mis
vibraciones...
—Bueno, un poquitín, ya sabes que estoy tomando pastillas
y el alcohol no me sienta muy bien. Ni las drogas... —le
aclaré.
Él me contestó con una media sonrisa jocosa. Yo no estaba
en mi mejor momento, aunque me encontraba bien; bueno...,
medio bien. Estaba tocado de la cabeza, no cabe duda.
Con mis paranoias de persecución, mis fármacos y mi cuerpo
gordo e hinchado. Y él delgado, emancipado, con billetes,
con curro, y ordenador portátil. Estaba clara la diferencia.
Él se podía permitir una cerveza, yo no. Aunque en ningún
momento me sentía inferior.
Sucede una cosa con los pacientes que están llevando una
terapia psiquiátrica, con el paso del tiempo y el efecto de las
pastillas, su estado exterior se va deformando, y se crea el
efecto contrario al que se pretende; pareces incluso más loco
que cuando no te medicabas. Tu cuerpo, tu cara, tus manos,
se hinchan, engordas, te cambia la expresión de la mirada, y
cuando te miras al espejo, dices: «¡Coño, parezco un monstruo!
». La gente te mira por la calle, y piensan, mientras te
ven andar como un oso: «¡Coño, menudo colgado! Miradlo
qué cara tiene». Entonces es cuando aparece el estigma que
no te abandonará nunca. Pero por dentro, tú no estás así de
loco, estás colocado, sí, hasta la médula; pero por dentro, eres
el mismo de siempre. Tu corazón sigue latiendo en el centro
de tu alma, aunque algún demonio la ronda continuamente
intentando arrancártela. Pero ya estás marcado, los fármacos
te marcan físicamente, para que todos te reconozcan como
un enfermo mental. Es un estigma que llevas, el signo de fuego
que avisa. Entonces la gente empieza a pasar de ti, los amigos
dejan de llamarte, las chicas te miran con cara de horror
o de piedad, según lo santas o putas que sean. Todo el puto
mundo te da de lado, eres un objeto inservible, una escoria,
un bastardo, un incordio, un estorbo para esta sociedad sin
escrúpulos.
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La aclaración por mi parte, «ni las drogas...», abrió la conversación.
—¿Qué pasa?, ¿es que tienes algo en contra de las drogas?
—comenzó el tiroteo. Yo estaba en su terreno, era la visita
que estorba, el compromiso, el enemigo, el contrincante noqueado.
—Contra las drogas, nada —le contesté—. Yo las tomo,
las necesito actualmente, aunque me gustaría no necesitarlas.
Ahora..., lo que no aguanto, es el «mierdeo» general que
hay alrededor de ellas —la verdad, no estaba yo para muchas
sutilezas, por el contrario, estaba muy susceptible. Así, que
hice lo mejor que se puede hacer en estos casos, antes de que
te empiecen a cañonear por la retaguardia…; y cambiando
de tema, abrí de nuevo la conversación. La televisión seguía
con su murmullo de fondo—. ¿Qué?, ¿cómo ha ido el día de
curro? —Ángel me puso el medio vaso de cerveza mientras
nos encendíamos unos cigarros.
—Muy tranquilo, tío. Hasta que empiece la temporada,
un poco más adelante, no está muy liada la cosa. Allí, en el
hotel..., ya sabes cómo es la hostelería. La sonrisa falsa puesta
todo el tiempo, y mucho thanks you, mucho please…, mucho
mamarla que es lo que toca. (La tortuga verde escucha.) Ah,
por cierto, me ha dicho mi compañera de recepción que están
buscando un cocinero urgentemente.
—¿Está buena tu compañera? —le pregunté con mis ojos
saltones de rana salida.
—Sí, está buena, pero está casada, creo.
—Bueno..., mala suerte. ¿Pero tú no eres celoso, no? —le
dije entre risas. A mi colega no le gustó mi comentario—. No
me hagas caso... Hostias. Pues, de puta madre..., ¿entonces,
dices que están buscando cocinero?
—Sí.
—Pues, mañana mismo me paso por allí y me presento, y
toda la historia del currículo, y el bla…, bla…, bla…, de la
sin hueso. Joder, ha sido llegar y besar el santo. ¿Y por dónde
queda el hotel?
22
—Mira, está aquí, apenas a cien metros —me señaló con
su mano izquierda la dirección—. Yo mañana, trabajo en el
turno de mañana. Si quieres, le digo al jefe que tengo un
amigo que es cocinero…
—De puta madre. Pues bien, mañana por la mañana me
acercaré a Mahón a ver un poco el pueblo y el mercado, así
compro algo de pescado y me doy un garbeo. Y luego, me
paso por allí. ¡Ah! ¿Dónde cojo el autobús?
—Puedes cogerlo al final de esta avenida, pasa cada media
hora; pero también puedes ir andando, y así vas viendo el
paisaje de la isla.
—Bien, bien... —a verdad es que no estoy acostumbrado
a lo fácil, por lo que las casualidades y el servicio en bandeja
de plata, me hace que me pique la nariz, lo que no es buena
señal. Pero en todo caso, estaba contento, no iban mal las
cosas. Tampoco era el mundo feliz, pues faltaban las neumáticas,
pero no me podía quejar hasta ahora.
Silencio.
Seguimos viendo la televisión como autómatas. Yo estaba
sentado en el sofá cama, y él en la silla de madera, apoyado
en la mesa del comedor frente a la televisión. Ángel se abrió
otra cerveza.
Silencio. Situación incómoda.
—Pues… Ángel, creo que me voy a acostar.
—¡Joder, cómo duermes! ¿No?
—Sí, ya ves. Las putas pastillas. De todas formas me viene
bien dormir, mi psique se va ordenando. Antes de que se me
olvide, ¿has cerrado la puerta?
—No, está abierta.
—Déjame las llaves que la cierre, por favor. Es tarde —
me levanté del sofá cama y le pedí las llaves con el rostro
desencajado, con el careto de no fiarme ni de la cara de la
virgen.
—Ahí las tienes..., encima de aquellos libros..., hombre...
—me señaló malhumorado.
—Bien —le dije. Cogí las llaves y cerré la puerta.
23
[ VI ]
Esa noche tuve un sueño.
Estábamos en casa, supongo que era la mía, no lo sé.
Cuando llegó un tipo que en su juventud había sido bailaor
flamenco, pero que había llegado a la fama al casarse con una
famosa de la prensa rosa. Ella era de buena familia, pero al
poco tiempo de estar casados, la cosa no funcionó y terminaron
por separarse. Pero el tipo seguía viviendo de su conquista
y ganándose la vida en los saraos de todos los plató. El tipo
aparecía constantemente en las televisiones y en las revistas
de papel «couché». Como se dice por aquí, el bailaor había
dado el pelotazo casándose con la famosa de la «jet set».
En mi casa el ambiente era algo extraño, estábamos sólo
hombres; mi tío el militar, mi padre, algún que otro conocido,
incluso estaba allí mi abuelo muerto hace años. El famoso
también estaba en la casa, y anunció que esa noche habría
una gran fiesta en un lugar cercano. Parecía que mis parientes
conocían o habían oído hablar de ese tipo de fiestas, porque
rápidamente se acicalaron y se pusieron sus mejores prendas
para la larga y festiva noche. Pero no, el bailaor por quien
realmente venía era por mí; yo sería su invitado a la fiesta.
Pero antes de irnos me advirtió:
—Te voy a llevar a un lugar donde entra muy poca gente,
es un lugar exclusivo, sólo algunos elegidos pueden acceder
a él. Una vez que pases la puerta, te encontrarás en un lugar
24
donde nunca jamás habías estado. Lo llaman el país de nunca
jamás. Debes saber que éste es un mundo secreto lleno
de oportunidades, de poder y de gloria, pero una vez dentro
nadie puede volver a ser el mismo. Todo cambia. Y entras a
formar parte, y a participar, en un juego del que jamás podrás
salir. Esta noche yo soy tú anfitrión y tú mi invitado.
¿Aceptas?
Pensé a la velocidad del rayo, ¿por qué nunca podré salir?,
rápidamente contesté:
—No puedo perder la oportunidad que todos esperan una
vez en la vida. Estoy dispuesto. Acepto.
Así que allí se quedaron mis parientes con los dientes largos,
mientras yo me marchaba con mi anfitrión en un coche
de gran cilindrada. El corazón me golpeaba fuertemente el
pecho, mientras veía las sombras de la noche desaparecer a
través de la ventana del vehículo, que volaba sobre el asfalto
de la carretera. Llegamos al lugar donde se celebraba la
fiesta. Era una gran villa llena de sombras en la noche, y a
lo lejos, había un palacio o un castillo que nos aguardaba.
Fuera del castillo mucha gente se agolpaba, unos tocaban con
sus timbales, otros cantaban y bailaban al son de la música.
Todo eran sombras iluminadas por hogueras repartidas por
toda la villa. También había chiringuitos montados a diestro
y siniestro, donde se hacían trenzas rastafaris y tatuajes de
Macondo. Había también funambulistas que echaban fuego
por la boca, mientras movían sus melenas de serpiente y se
paseaban por la cuerda floja. Nosotros pasábamos entre la
multitud con nuestro coche negro, y la gente se apartaba a
nuestro paso. Parecía como si fuera una gran manifestación
circense de gente un poco enloquecida, que esperaban que
alguien, en cualquier momento, abriera las puertas de ese castillo
y los invitara a entrar.
Una gran cancela de acero se abrió. Y el bailaor y yo,
pasamos despacio. Nos recibió un gran negro, de más de dos
metros de alto y una espalda como un ropero abierto. Iba
trajeado con un elegante traje gris. Mi anfitrión parecía co25
nocerlo y, sin mediar palabra, le hizo un gesto con la cabeza
y le entregó las llaves del vehículo. Anduvimos un trecho
por los jardines exteriores del castillo hasta que llegamos a la
entrada principal. La puerta se abrió, y una voz de ultratumba
nos dijo: «Os estábamos esperando».
Mi anfitrión me miró con ojos de espejo, la sonrisa brillante
y los dientes largos. Me dijo: «Bienvenido a la casa del
Señor». Yo lo miraba todo sin perder detalle. Todo estaba envuelto
en una nube parda de oscuridad y misterio. Entramos
a un recibidor donde no había nada, ni se escuchaba ningún
murmullo. Era un departamento sellado. Cuando comenzó a
llover papeles desde lo alto del tejado abovedado; miles de
tiras de papeles de colores inundaron nuestros pies. Entonces
mi anfitrión me informó: «Coge todas las que puedas, haz una
gran bola y métetelas en la boca. Es cocaína. Cuando se mezcle
con tu saliva, tendrás una gran piedra de coca. Ése será tu
alimento durante la noche.» Yo lo miré y seguí sus pasos. Me
introduje los papeles en la boca, se ensalivó la masa, y pronto
se convirtió en una roca de cocaína que iluminó mis ojos. Yo
ya era parte de la gran fiesta.
Se abrió una puerta invisible y la atravesamos. Dentro nos
esperaba mucha «people». Sus caras eran conocidas, algunos
iban disfrazados con máscaras, otros iban en esmoquin, todos
sonreían. También había mujeres muy bien vestidas, otras lucían
sus cuerpos en trajes de baño, incluso en fina lencería.
Otras y otros, simplemente iban desnudos, pero todos reían
y lo pasaban en grande. Todos parecían conocerse como en
una gran familia. Y al verme, me miraban con sus sonrisas de
nácar pulido. Yo también sonreía contento. Los asistentes a
la fiesta saludaban a mi anfitrión y lo besaban en los labios,
le preguntaban: «¿Quién es nuestro hermoso querubín?» y él
me presentaba. Las chicas restregaban sus cuerpos calientes
contra el mío; sus senos, sus sexos. Y me metían pellizcos de
coca por la nariz, mientras reían y se acariciaban. Allí, como
decía, había gente conocida, muchos famosos del cine, la televisión,
del mundo de la literatura, la moda, el deporte, la
26
música, las finanzas…, incluso había políticos, empresarios,
y algún que otro sacerdote al que todos besaban su anillo de
rubí. El tiempo pasaba, y yo bebía combinados de alcohol y
me metía coca sin parar, como todos hacían. La música sonaba
distinta según la sala donde nos encontráramos. Había
una gran piscina, con forma de símbolo de dólar, donde se bañaban
hermosas mujeres y hermosos hombres desnudos. Sin
distinción de sexo, unos y otros se metían las lenguas y las
pollas en las bocas y en los agujeros. Había también un salón
de charleston y una sala de juegos de mesa llena de humo.
Había salones oscuros donde se proyectaban películas porno
en pantallas planas gigantes. Todo era glamour, diversión, espectáculo,
fiesta, alcohol, cocaína y sexo.
Mi anfitrión, que nunca me dejó solo, me invitó a ver un
espectáculo peculiar, así que entramos en la sala del palacio,
desde donde se apreciaba a través de un gran ventanal, un
gran espacio abierto. Allí había mucha gente, famosos y otros
no conocidos, enterrados en la arena, masturbándose, otros
fornicaban. Era una gran orgía, un gran gemido. Al fondo,
tras los setos, había un campo de fútbol. Allí fuimos, nos abrimos
paso entre la gente alborotada. En el terreno de juego se
disputaba un partido sin igual; actores, políticos, curas, tanto
de España como del extranjero, jugaban desnudos formando
dos equipos. Las escuadras se diferenciaban una de la otra;
unos llevaban machetes, y los del equipo contrario luchacos
con grandes pinchos. La pelota corría por el terreno de juego.
Los jugadores eran famosos pasados de gloria, ya inservibles
para el mundo del «show business». El público gritaba y reía
simultáneamente, desbocado como una manada de caballos
salvajes. El juego consistía en meter la pelota en la portería
contraria, hasta ahí normal. Pero en vez de utilizar las reglas
del fútbol, utilizaban la barbarie unos con los otros. Se daban
navajazos y golpes en la cabeza con los luchacos para quitarse
la pelota. Y la gente gritaba encolerizada, anestesiada:
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —cuando alguno de uno u otro
equipo caía herido, ensangrentado sobre el césped.
27
No sé qué hora de la noche sería, pero me levanté sobresaltado
por las imágenes de mi sueño. No pude evitar ir al
servicio a vomitar. Ángel no vino a ver lo que me pasaba.
Andaría en otros sueños.
28
[ VII ]
Suena el despertador, son las 8:05 de la mañana. Abro
la ventana de madera, tras ella los cristales sucios. Respiro el
aire fresco del amanecer. Es mi primer despertar en la isla de
Menorca. Hace un bonito día de sol. De un salto me levanto;
hoy tengo muchas cosas que hacer. Así que abro la puerta de
la habitación y voy al limpio cuarto de baño a echar la primera
meadita del día. La polla no está muy tiesa y eso me disgusta,
son las putas pastillas que te dejan como un eunuco; enseguida
me acuerdo que debo tomar la primera de la mañana. Voy
a la cocina a coger un vaso de agua para tragarla, mientras,
preparo un café; tengo que tener cuidado con el café, soy pólvora
con la mecha corta y cualquier excitante puede desencadenar
mi explosión. Pongo la radio, como hago todas las
mañanas, para escuchar las noticias. Ángel sale de su cuarto
en calzoncillos con los auriculares inalámbricos puestos a toda
pastilla. Incluso fuera de sus oídos suena la tralla metálica, que
se ha puesto para coger energía bien entrada la mañana. Me
recuerda a los cabrones muñecos «heavy» americanos, esos
que están todo el rato diciendo: «mierda-hijo puta -cabrón».
El uno rubio, el otro moreno lleno de espinillas. La parejita de
dibujos americanos que se vuelven locos con el heavy metal,
¡Ja, ja! ¡Ji, ji!, y que son unos hijos de puta.
—Hola, Iván. ¿Qué pasa tío? —me dice mientras sus músculos
se contraen al ritmo de las guitarras y la voz potente del
cantante poseído.
29
—¡Joder!, cómo empiezas la mañana. El café y la tralla.
Y te vas al curro como una moto —el cabrón me sonríe sin
hacerme ni puto caso.
—¿Qué dices...?
—Nada..., nada..., sigue con tu rollo —yo sigo escuchando
las chorradas de los contertulios de la mañana.
Le pregunto:
—Oye, Ángel, ¿quieres un café? —le hago señales.
—Sí, gracias —me responde. Mientras, se va pertrechando
de recepcionista aplicado, con perilla metálica y
gomina en el pelo. La música suena en sus oídos, y él mueve
la cabeza hacia adelante y hacia atrás, batiendo al viento
del salón su inexistente melena ondulada. Es la misma
música que les ponen a los soldados norteamericanos antes
de salir a patrullar por las calles de al-Basrah.
—Oye, ¿por qué no pones la música en el equipo en vez
de escucharla por los auriculares? —le sugiero.
—Es mejor así, de esta forma no molesto a los vecinos y la
puedo poner a toda caña —me contesta sin demasiadas ganas
de dar explicaciones.
—Está bien. Aquí tienes el café —se lo acerco—. ¿Qué?
¿Y anoche qué tal? —le pregunto con amabilidad. Hay un
cierto aire incómodo entre los dos, algún gas que interfiere
en nuestra comunicación. No es agradable, por lo que nuestra
conversación se convierte en un puro trámite administrativo,
un simple guión costumbrista de buenos modales y
respetuosa educación.
—Estuve un rato ahí, con el guión, liado... —me dice,
como el que le explica con desgana a un novato, alguna
fórmula, que sabe por experiencia, que no va a entender—.
Nada..., poca cosa..., hasta las dos o las tres de la madrugada.
Bueno, me voy a terminar de vestir que me tengo
que ir al curro. ¿Está bien puesta la corbata? —me sonríe
satisfecho.
—Sí, perfecta
—¿Te vas a pasar luego por el hotel?
30
—Sí, voy a ir a Mahón. Y luego me paso por allí y ya
hablamos. ¿OK?
—¡OK! —Aquí se termina nuestra clase de protocolo, nuestra
primera mañana en pareja. Con un OK comandante: no ha
habido bajas, todos nuestros soldados han vuelto sanos y salvos
a la base central, cambio y corto, esperamos nuevas órdenes.
Me tomo, tranquilamente, mi café hecho con agua de
Lanjarón, mientras la radio sigue murmurando. La verdad, el
agua de la isla está malísima, y yo para el agua soy muy escrupuloso,
como no me guste, enseguida hecho la pota.
[«Me encanta ver cómo la tortuga roja lee despacio mientras
se baña del sol de la tarde, con sus piernas cruzadas, sus
negros zapatos de tacón, y su vista concentrada sobre el libro
azul», así comienza la nueva novela del escritor cubano Pedro
de la Fuente]; anuncia por la radio el crítico de literatura
Emilio Molinero, gran especialista de las letras de nuestro
país… [Y ahora, con El Corte Inglés, grandes y sorprendentes
ofertas que no te puedes perder. Miles de oportunidades de
conseguir unas magníficas sábanas anti mosquitos. Llévate
dos, y te regalamos una más de regalo. Puedes pagar a reembolso
o con tu tarjeta del Corte Inglés, a cómodos plazos sin
intereses. Además, te la llevamos a casa sin gastos de envío.
¡No pierdas esta oportunidad, y disfruta este verano a tope,
con tu sábana anti mosquitos!]. Apago la radio.
Ángel: «Te gusta la radio ¡Eh!».
Iván: «Sí, ya ves. Es como las mujeres, hacen buena compañía,
aunque a veces te tocan demasiado las pelotas. En
todo caso, hay muchas cadenas, y puedes elegir quién quieres
que te las toque... ¿Te vas ya?».
Ángel sin prestarme demasiada atención me responde:
«Sí, siempre me gusta llegar un cuarto de hora antes», se
marcha con su vestimenta de currante y su cigarrillo de tabaco
negro entre los dedos.
Iván: «Nos vemos..., que vaya bien el día».
Ángel: «Nos vemos... Ciao».
Bueno, yo también debería irme. Son casi las 10:30 am. Así
31
que friego los platos de la noche, y me enciendo otro cigarrillo
de tabaco inglés mientras pongo un compact, «Lo mejor de
Alaska». Buen petardeo de la época de la movida madrileña
de los años ochenta. Vagabundeo un poco por la casa, Ángel
se ha dejado la puerta de su cuarto abierta. Me asomo. Lo tiene
todo revuelto. La cama desecha, la ropa tirada por el suelo,
el armario abierto, en fin..., una leonera. Pero eso sí, está a
la última en tecnología. Su televisión, su doble reproductor
de cintas de vídeo, otro vídeo DVD conectado al reproductor
para pasarse las películas a CD, el portátil, el otro portátil, el
multifunciones, el móvil, el otro móvil. La hostia, me digo, ya
quisiera yo tener toda esta tecnología. Me conformaría con el
portátil, que maravilla de «Toshiba» de última generación.
Me fumo otro cigarro. La pastilla está haciendo su efecto,
está indicada para casos de esquizofrenia, pero el psiquiatra
me dice que para mi caso también viene bien. Aunque yo lo
dudo. Después de dos años de tratamiento aún no sabemos qué
es lo que me ocurre. Aunque yo se lo he explicado varias veces...
Él vive en el mundo cerrado de su consulta, sus copazos
y cenas con los amigos del gremio, sus pacientes adinerados y
depresivos, sus viajes de negocio y placer a congresos en las
antípodas, su billetera bien llena, sus fármacos recomendados
por las grandes compañías farmacéuticas que son las que pagan
y patrocinan, y su mediático Sigmund Freud de cabecera, que
siempre da un aire más cinematográfico a las situaciones traumáticas
de los loquitos. Apago la música, me está empezando
a rallar y todavía es muy temprano. Recojo mi cuarto, me lavo
la cara, me cepillo los dientes, me echo agua en el pelo, cojo la
mochila... Me recuerdo: «Le tengo que decir a Ángel que me
haga una copia de las llaves». Me las ha dejado encima de la
mesa del comedor, pero son las únicas que tiene. Sigo cogiendo
cosas, el móvil, el carné de identidad, dinero suelto, la tarjeta
del banco. Ya estoy preparado. Abro la puerta del piso, cierro
con llave, bajo las escaleras, abro el portón. Respiro profundamente.
Ya estoy en la calle.
«Good morning», isla bonita.
32
[ VIII ]
Me encuentro en medio del Mediterráneo. Es finales
de mayo. Estoy solo, ando por el pueblo buscando la carretera
a Mahón. Hace viento, en esta isla es normal el viento.
El pueblo parece tranquilo, casi todos están trabajando.
Algunas parejas alemanas de edad avanzada pasean agarrados
de la mano. Hay iglesias protestantes especiales para ellos y
los ingleses. Pero esta isla también es frecuentada por italianos;
quizá Menorca está más cerca de Italia que de España, no
estoy seguro. Cuando era pequeño un tío-abuelo mío, que ya
murió, me enseñó los nombres de las islas Baleares. Siempre
que lo veía me cantaba la cancioncilla, así que desde niño se
me quedaron grabadas. Mallorca, Menorca, Ibiza, Formentera
y Cabrera. He decidido ir andando hasta Mahón. Voy pensando
por el camino: «este paseo me vendrá muy bien, necesito
perder kilos y será bueno el ejercicio físico para mi corazón».
Dicen que el que mueve las piernas mueve el corazón. Así
que sigo andando en silencio, haciendo planes sobre mi nueva
vida. Mi objetivo es quedarme aquí currando la temporada de
verano, luego volver a Granada, alquilarme un apartamento
en un pueblo cercano a la capital, comprarme un portátil,
y pasar a limpio los tres o cuatro libros que tengo escritos a
mano. Tres o cuatro libros que esperan pacientes que los corrija
y los matricule en la sociedad de autores. Buen plan, sí
señor, soy un hacha; me autoanimo. Pero para eso, este vera33
no me toca currar en lo que la sociedad en la que me muevo
admite como trabajo, cocinar. Escribir y pintar son actividades
superfluas, no cuentan como animales de compañía para
esta sociedad, son simples entretenimientos de un vago, actividades
sin futuro ni beneficio. Así opina la sociedad que me
rodea. Un borracho me dijo un día que escritor es el que escribe,
y un pintor el que pinta, otra cosa es publicar o vender tu
obra plástica. Me explicó que una cosa no tenía nada que ver
con la otra; ya ves..., cosas de borracho, ¿no? Para la mayoría
de la población si no sales en la televisión y no te comen la
polla bien comida, no eres nadie. Y es verdad, nadie soy. Sólo
que algunas veces me atrevo y miro directamente al Sol, suelo
quedarme ciego, pero pronto recupero la vista.
Voy caminando con mi gorra negra, se la compré a un
senegalés por encargo. Voy marcando estilo, no cabe duda.
Observo, a la derecha campo en espera de ser construido, a la
izquierda la carretera, coches que pasan de cuando en cuando,
y alguna que otra moto que desaparece rápidamente de
la vista. Por el camino, dos o tres restaurantes de temporada
cerrados, preparando el asunto para la llegada masiva de turistas.
Carteles en inglés, alemán, italiano, español, catalán,
chino mandarín, todos ponen «CLOSE». Sigo caminando, a
lo lejos veo la entrada de Mahón, lo reconozco. Ayer cuando
pasamos con el taxi me fijé bien. Gris, gris, acera gris, asfalto
gris, paisaje en espera de ser gris, y a lo lejos edificios en construcción.
Aún le queda bastante a Menorca que especular.
Quiero ir al mercado y moverme por el centro. Tampoco
mucho rato, porque tengo que ir al hotel donde trabaja
Ángel. Pero antes quiero enterarme dónde está la oficina de
colocación. La verdad, Mahón es como cualquier otra ciudad
de la costa de España, tampoco tiene mucho que contar; su
puerto, sus yates, sus restaurantes, sus puticlub, sus bares de
copas. La verdad, después de haber estado tres meses currando
en Puerto Banús en temporada alta, es difícil sorprenderte
de unos yates y cuatro coches de lujo; como las cocinas, vista
una, vistas todas..., como las bicicletas, todas tienen dos rue34
das. Hay barullo en el centro, mucha policía y bastante diversión
entre el pueblo llano que espera la llegada de alguien
importante. Las calles están cortadas, y yo con una gorra negra
y una mochila en la espalda, «¿pero cómo se me ocurre en
estos tiempos?, no estoy bien de la cabeza». Pero yo voy a lo
mío, pregunto por el mercado, quiero comprar pescado, ver
los precios del género, en fin..., darme un garbeo. Así que le
pregunto a una señora que lleva cámara de fotos:
—¿Señora, para llegar al mercado?
—Tienes que dar la vuelta por detrás de estas calles. Está
un poco más abajo de aquí, pero como está cortado no puedes
pasar —es amable la señora entrada en carnes.
—Señora, disculpe. ¿Por qué están cortadas las calles? —
le pregunto sonriente.
—¡Ah! ¿No lo sabes? —me mira extrañada—. Hoy, dentro
de poco, viene el príncipe de Asturias y la princesa Leticia
a visitar la isla.
—Ah, no lo sabía. Muy interesante. Gracias. Adeu...
Adeu.
¿Así que el príncipe viene aquí donde estoy yo? En este
mismo instante nuestras vidas coinciden, se cruzan. Hay que
ver las casualidades, me digo, y yo con estos pelos, y con la
mochila cargada de quién sabe qué, con este careto de loco
suelto, y rodeado de policías; hay que joderse. (En mi familia
siempre hemos estado un poco tocados de la cabeza, tanto
de una parte como de la otra. No tengo escapatoria. Tire
por donde tire, siempre me junto con los que cazan moscas
y luego las venden al mejor postor en algún portal de internet.
Unos dicen que son los genes o la sangre, que es lo
mismo. Otros opinan que es la vida la que nos ha vuelto así
a lo largo de los siglos. Quién sabe.) Yo, la verdad, sobre la
monarquía no opino. No me apetece opinar ahora y menos
rodeado de policía antidisturbios y secretas camuflados entre
la muchedumbre. Su servidor, sólo informará a los lectores,
que la nueva princesa Leticia, que antes se dedicaba al gremio
de la prensa televisiva, una chica de primera aficionada
35
a la literatura..., está felizmente embarazada y espera un bebé.
Posiblemente futuro rey o reina de España.
Consigo dar la vuelta por las calles empinadas y llego hasta
el mercado. Hay poca gente, todo el mundo está viendo
la llegada de su majestad el príncipe y su señora. Incluso algunos
puestos han cerrado. Me doy una vuelta para ver el
género, el pescado está muy fresco, buen pescado. Doy una
primera vuelta de reconocimiento y en la segunda me animo
a comprar. Aunque mi economía es bastante escasa y el pescado
está bastante caro...., en un puesto compro sardinas, en
otro un filete de pez espada, y en otro medio kilo de morralla.
¡Pero qué morralla, señores y señoras!, peces extraños de roca
que nunca he visto, de un palmo de grandes. Estos simples y
nuevos descubrimientos sin importancia, me hacen sentirme
feliz por un breve y fugaz instante de lo que se llama tiempo.
Vuelta a casa. La verdad es que me oriento bastante bien y
pronto me quedo con las calles. Así que no me resulta difícil
encontrar el camino de vuelta. Antes, paro en un supermercado
y compro una botella de agua. Me caen los chorreones de
sudor por la frente y las axilas, hace mucho calor y humedad.
—¿Cuánto es? —le doy el dinero a la joven dependienta y
me despido—. Hasta luego —pero ella ni se inmuta, y no me
dirige la palabra. Soy un gordo, no estoy bueno, tengo pinta
de tieso. Me digo para mí: «menuda hija de puta, zorra, siesa,
antipática, malafollá».
Vuelvo a pasar por los edificios en construcción. Los trabajadores
de la obra son negros y sudamericanos. Están aislando
las paredes con una máquina que echa mucho polvo.
Los inmigrantes están en todos los sitios donde hay trabajo.
En cierta manera, yo ahora soy uno de ellos. He venido a la
isla a trabajar como una mula.
36
[ IX ]
He llegado a Castell. Estoy frente a las puertas del hotel.
Tomo aire y decisión. Entro y saludo:
—Buenas tardes.
—Buenas tardes. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle? —me
dice un hombre mayor vestido de mozo. Mi amigo Ángel está
en la recepción del hotel. Lo miro y enseguida me reconoce.
—¿Qué tal, Iván?
—Mucho calor —le digo—. Vengo desde Mahón andando
—estoy sudoroso, no demasiado presentable.
—Espera un momento que ahora mismo viene el jefe de
cocina y te lo presento —no pierde el tiempo. Se diría que
tiene más ganas de verme trabajar que yo mismo. Me agobian
un poco las prisas.
—Está bien, aquí espero —le respondo con media sonrisa.
De verdad que siento mucha calor y estoy deseando llegar a
casa. El hotel tiene aire acondicionado, se está fresquito aquí
dentro, pero sin duda que estaría mejor en la casa. Llevo unas
cuantas horas en la calle absorbiendo un entorno nuevo y
necesito un espacio íntimo de recopilación de datos. Debería
haberlo dejado para más tarde.
Tras cinco minutos de espera, llega el jefe de cocina
acompañado de Ángel y nos damos la mano. Nos presenta
mi amigo, éste es cual y éste pascual. Una vez presentados,
me quedo solo con el jefe en un apartado del salón de re37
cepción. Me dice que le cuente cuál es mi experiencia en
la profesión. Le explico, por encima, que soy cocinero, le
cuento dónde estudié, dónde hice mis prácticas, los últimos
trabajos que he tenido. Sonrío y tomo aliento. Le digo que
vengo desde el mercado de Mahón andando, y que el pescado
ya empieza a oler, que tengo un poco de prisa. Intento
mostrarme como un ser sociable, pero el último comentario
lo ha descolocado un poco y me mira con expresión de
duda. El jefe de cocina me comenta la oferta de trabajo,
me dice que están buscando un cocinero, que le hace falta
urgentemente. Me pregunta si tengo alguna especialidad o
preferencia por alguna partida en concreto. Seguro de mis
cualidades, le contesto que domino cualquiera de ellas, pero
que sinceramente, lo que peor se me da son los postres. El
tipo me explica, por encima, el funcionamiento del hotel.
Se trata de prepara un «buffet», desayuno, almuerzo y cena,
con distintos turnos y horarios; aparte de comidas de grupos,
cenas de bienvenida y alguna que otra boda y celebración
que se presente. Me explica qué tipos de clientes
tiene el hotel y sus costumbres alimenticias. Y los horarios,
y los días de descanso, y los «peros...», y tal y tal... Yo callo
y escucho, y asiento con la cabeza. Ya conozco de sobra los
«peros...», y los tal y tal..., de la profesión. Al rato de estar
hablando nos damos de nuevo las manos y quedamos para
el día siguiente; sábado por la mañana, a las diez en punto.
Seguiremos hablando con más detalle junto al director del
hotel, me dice. Bien, estudiarán mi currículo, y hablaremos
de condiciones, y sueldo, y tal... y tal... Parece que he tenido
suerte, no ha ido del todo mal la cosa.
Llego a casa por fin. Suelto los bártulos. Estoy hasta la
polla de estar toda la santa mañana en la calle, aunque estoy
satisfecho conmigo mismo. Me he marcado unos objetivos
a corto plazo y los estoy llevando a cabo. Me auto animo:
Todo va «ALL RIGHT», Iván. Meto el pescado en la nevera,
cojo la botella de agua fresquita del frigo, y me tiro en el sofá.
Suspiro, ¡por fin...!, qué buena está el agua fresquita. La casa
38
está en silencio perpetuo. Me lío un cigarro metódico y fumo
relajado. El humo sube despacio hasta el techo, lentamente
se queda suspendido en el aire del salón. Lo observo, me gusta,
forma una especie de velo de seda, como las nubes altas
que decoran el cielo estival en los días sofocantes, cuando
sopla una dulce y refrescante brisa. Me relajo y empiezo a recapitular
todo lo acontecido en las últimas horas. Bueno, me
digo, parece que las cosas van sobre ruedas. Ya tengo curro
casi seguro. El hotel está bastante bien. Intento convencerme
de lo afortunado que soy. Aunque sé de más, que no es
oro todo lo que reluce. Ya he tenido bastantes experiencias.
Suena el móvil:
—Sí, ¿dígame…?
—Hola, buenas tardes—dice una voz de hombre—. Lo
llamamos de la cadena de hoteles Barceló de Ibiza. Usted nos
envió un currículo para trabajar en nuestro hotel de jefe de
partida. ¿Es cierto?
—Ah, sí —respondo saliendo de mi estado meditativo—.
Hace unos quince días que lo mandé.
—Sí, pues…, necesitamos su incorporación inmediata —es
increíble las prisas que tienen todos en estas islas pitiusas;
si de todas formas, por mucho que corras estás circundado
de mar..., ¿qué sentido tiene el correr...?, ¿qué sentido tiene
tantas prisas...?; seguro que los lugareños son de otra pasta.
Son los extranjeros del continente, seguro, los que han traído
estas «modernuras» de las prisas y el estrés—. Bueno, hay un
problema —le cuento—. Yo estoy en Menorca. Y precisamente
hoy, he encontrado un puesto de trabajo en el hotel
Harrison, en Mahón.
—Sí…, está bien... —me dice el tipo, que parece no haberme
escuchado—, pero nosotros le ofrecemos un sueldo de
1.500 euros y alojamiento incluido.
—Muchas gracias, pero ya le digo que tengo trabajo —me
explico en un tono algo más serio. Su voz y sus formas me está
transmitiendo un estado alterado de conciencia y eso no me
gusta demasiado.
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—Bueno, pues muchas gracias por atenderme. Hasta luego
—el tipo parece que se ha molestado.
—Hasta luego —corto y cambio.
Vuelvo a la posición horizontal, tumbado en el sofá, con
el corazón bombeando más sangre. ¡Joder, cómo es la cosa!,
me digo. De no tener curro, a que requieran tu servicio en
dos sitios distintos. La oferta era cojonuda, pero Ibiza tiene
mucho jaleo, mucha fiesta, FIESTA-FIESTA. Y yo estoy
saliendo de una terapia psiquiátrica, creo que no es el momento.
Tomo aliento. Me levanto y empiezo a andar por
el salón. Sigo con mi circunloquio. Tampoco sería como ir
allí de veraneo, que seguro es otra historia, la que «tuto el
mundi» cuenta; sería ir allí a currar «tuto el puto día», que
seguro es otra película bien distinta, ¿no? Me conviene más
esta tranquilidad de Menorca, este sosiego de veraneantes
extranjeros de avanzada edad, ¿no? Además, aquí tengo un
colega, creo. El corazón me palpita de emoción, así que me
tomo un «Lexatín», y me vuelvo a echar en el sofá. Me enciendo
otro pitillo. Reflexiono. La verdad es que soy buen
cocinero y tengo un buen currículo. Si algún día me encuentro
suficientemente fuerte, me gustaría conocer otros
países y trabajar en ellos. Estoy cansado de España, de la
misma murga de siempre; pero la verdad, está el mundo muy
revuelto, y en todos los sitios cuecen habas. Además, tengo
un grave problema. Hace un par de años cuando jugueteaba
con las drogas, tuve un mal entendido y me amenazaron.
Desde ese día tengo la mosca detrás de la oreja. Por esa época
escribí un libro que hoy está en los juzgados. La verdad,
no me fío ni de la policía, ni de los políticos, ni de los subalternos...
Y tengo en la cabeza la idea machacona de que
tienen un complot organizado contra mí. Ya ven ustedes,
su humilde servidor. Bueno, me voy a hacer de comer y ya
veremos qué pasa.
Me preparé una refrescante ensalada, y me hice una buena
«sartená» de sardinas. Me senté frente al televisor, y me
puse a ver el telediario mientras almorzaba. En las noticias
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salían los príncipes paseando por las calles donde yo había
estado hacía un rato. A la princesa le habían regalado unos
patucos y un vestido repipi para el bebé. Todos estaban felices
y comieron perdices. Luego vinieron las noticias de las
muertes, los auto anuncios de series televisivas de la cadena,
los deportes..., es decir..., fútbol y fútbol, y más fútbol; y por
último, el tiempo y su pronóstico para la jornada de la semana
siguiente. Me di una buena «tripotá» de sodio, potasio,
omega 3, y carotenos. Luego, volví a tumbarme en el sofá,
para que las propiedades de los alimentos que acababa de ingerir,
surtieran efecto sobre mi maltrecho organismo. Estaba
yo tranquilamente digiriendo la comida y aproximándome a
la fase REM, cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —pregunté desde la mirilla
—Soy yo, Ángel.
Abrí la puerta:
—¡Eh, qué pasa tío! —nos chocamos las manos—. Ahora
mismo iba a preparar un café. ¿Quieres uno?
—Vamos a ello —me respondió echando un rápido vistazo
al salón de la casa.
Así que me puse a preparar el café, mientras Ángel se
cambiaba de ropa y se ponía cómodo. La cafetera empezó a
silbar, y en un santiamén estábamos los dos saboreando un
magnífico café de la tierra de Juan Valdés. Hablamos un rato
del curro, de sus pro y sus contras. Y le comenté la llamada
que había recibido desde la isla ibicenca. Luego pasamos a
otros temas.
Ángel: «Me ha llamado Vero».
Iván: «¿Qué se cuenta?».
Ángel: «Que se viene para acá. Que el viernes está aquí».
Como tonticos nos miramos y nos echamos unas risas.
Iván: «Joder..., nos vamos a juntar tres. Está bien la cosa...,
promete; “menasatrua”».
Ángel: «Habrá que preparar el otro cuarto..., el que está
lleno de trastos. ¿A ver cómo nos organizamos?».
Silencio.
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Nos quedamos mirando como si nos hubiésemos quedado
colgados de la parra.
Iván: «Está bien, ¿no? Va a ser divertido».
Vero es una amiga de hace muchos años, de cuando éramos
adolescentes. Tendríamos Ángel y yo diecisiete años,
y ella unos catorce. Se venía con nosotros de marcha,
¡MARCHA!, siempre fue una chica precoz. Eso sí que eran
¡MARCHAS! a «rotabatos», así las llamábamos, fiestones de
los que dejan recuerdos y secuelas. Ella, ahora, es masajista,
y le gustaría estudiar la carrera de actriz en Barcelona.
Hace años que le gusta Ángel, pero él no se decide, está
enganchado a la tinta china y no puede abandonarla. Me da
en la nariz que este verano aquí va a surgir algo; aunque yo
no tengo muy buena experiencia de convivencia entre dos
tíos y una tía. En una ocasión, en un piso compartido con
otros estudiantes, terminé a hostias con un amigo a causa de
una discusión que tuve con su novia. Yo estaba discutiendo
con Ángela, su novia, que era mi amiga...; y ya habíamos
acabado la discusión..., ya se estaban marchando..., cuando
el novio se giró y me dijo no sé qué. En fin, que se metió
donde no lo llamaban. Yo, que tenía la sangre hirviendo, le
contesté que ése no era asunto suyo, que no estaba hablando
con él sino con su novia, que se callara, que ella era mayorcita
para solucionarse sola los problemas. Así que Javier,
que así se llamaba el novio, que también era mi amigo y
con el que compartía piso; sin más, se vino hacia mí que
estaba sentado en el sofá, y en un instante, sin darme apenas
cuenta, empezaron a volar hostias a diestra y siniestra. Él me
rompió la nariz, y yo casi le arranco la cabeza. Se lió la de
Dios. Fue divertido, subieron los vecinos ante el escándalo
que formamos. A él se lo llevó la novia, causa-objeto de la
pelea, arrastrando a la calle. Yo me quedé sangrando por la
nariz, y al rato me fui también a la calle acompañado por la
hija de la vecina con la que me llevaba bastante bien. En el
desconcierto, ni me acordé de cerrar la puerta de la casa, que
se quedó abierta de par en par. Ya no estábamos ninguno allí,
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pero el vecino de abajo que era militar y con el que habíamos
tenido muchos problemas de ruidos, etcétera…, llamó a
la policía, que no tardó en llegar.
—Me alegro de que venga Verónica —le manifesté a mi
amigo Ángel—. Creo que nos lo pasaremos en grande. Se
puede combinar el curro con la diversión, ¿no? —le sugerí
con una sonrisa picarona—. Bueno, Ángel, me voy a echar
un rato. ¿Esta tarde tienes algo que hacer?
—No. Y mañana libro. Podemos darnos una vuelta.
—De puta madre. Bueno, yo voy a echarme una siesta y
a reflexionar sobre el asunto —solté una risilla de las mías, y
Ángel me miró, sabiendo por dónde andaba mi pensamiento.
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Comentarios

  1. http://www.alhulia.es/libros/product_info.php?products_id=521&osCsid=7cb40dee444e6450eef026b0b7edcf0a

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  2. http://www.casadellibro.com/ebook-viaje-a-menorca-ebook/9788415464419/2016098

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